Instituido como tal en 1972 en el marco de la “Cumbre de Estocolmo”, el Día Mundial de la Educación Ambiental, 26 de enero, invita una vez más (y de manera cada vez más apremiante) a replantear la pregunta acerca de qué puede la educación, ante la profusa evidencia de la crisis en la que estamos inmersos, correlato de un modelo de desarrollo que oprime y destruye las fuentes de la vida.
El desafío es a simple vista desmesurado, de cara a discursos que desde la esfera del poder político niegan hechos de la magnitud del cambio climático, imponen una visión del mundo en la que la racionalidad económica es excluyente de toda otra racionalidad.
Y, sin embargo…: la educación ambiental puede orientarse, en principio, a remover las barreras que en la educación formal han impedido largamente hacer pie en la complejidad de lo real, interrogarlo. Puede proponer un pensar situado que enlace el derecho humano a un ambiente sano a otra proclama: la de la naturaleza como sujeto de derecho. ¿Sería viable acaso proteger a uno a expensas del otro?
La educación ambiental puede optar por estrategias que alojen el conflicto, en detrimento de una pedagogía del orden que vacía de sentido; puede idear intervenciones que convoquen a la diversidad cultural y al intercambio de saberes, en oposición al pensamiento único y su falsa neutralidad.
Puede -y muchas experiencias en curso así lo testimonian- materializar micropolíticas de planificación comunitaria de prácticas de cuidado del entorno, generando instancias a partir de las cuales compartir motivos para la indignación, la indagación, el reclamo ciudadano. También para la admiración y el disfrute.
De esto se trata, entonces: de la cotidiana oportunidad de proponer posiciones éticas en las que el sentido común se identifique sustantivamente y de manera irrenunciable con el sentido de lo común.
Que este día y los días por venir nos encuentren construyendo resistencias al avasallamiento de la integridad de la vida.
Por Claudia Costinovsky, Taller Ecologista