En el marco del Día internacional del Trabajo Doméstico (22 de julio), compartimos nuestra posición, análisis y preguntas alrededor del tema, con el horizonte de seguir trabajando colectivamente para terminar con la desigual e injusta organización social del cuidado de la vida en todas sus formas.

En nuestro país las mujeres realizan la mayor parte del trabajo doméstico no pago, que demanda una media de 6,4 horas al día. Como consecuencia, las mujeres contamos con menos horas disponibles para destinar al mercado de trabajo remunerado y repercute en nuestras oportunidades reales. Esto nos lleva a tener que conjugar una doble jornada de trabajo, productivo y reproductivo (en algunos casos se suma una tercer jornada de militancia).

A su vez, hay una continuidad entre el trabajo que realizamos en los hogares y los que luego conseguimos remuneradamente, como si existieran cualidades naturalmente femeninas que nos dispusieran a las mujeres a concentrarnos en los trabajos de, por ej., docencia, enfermería y servicio doméstico. No es casual que estos sectores tengan salarios promedio más bajos que los sectores masculinizados. Un ejemplo de esto es que una de cada seis ocupadas trabaja en el servicio doméstico, la rama con mayor tasa de informalidad laboral y los salarios más bajos de toda la economía.

Desde las reformas estructurales de los años 90, se agudizó un proceso de precarización de la vida y al día de hoy proliferan los trabajos altamente flexibilizados que exponen a las personas a la incertidumbre y, en ocasiones, a condiciones laborales que se asemejan a la esclavitud. Muchos de ellos son trabajos que, aunque mal pagos e invisibilizados, son esenciales para el cuidado y sostenimiento de la vida. Son llevados adelante en su mayoría por mujeres e identidades feminizadas: producción de alimentos, sostenimiento de comedores y merenderos, servicios de limpieza, enfermería, entre otros.

Cuando se paraliza el mercado financiero, como vimos con la actual pandemia, se frena una parte de la maquinaria económica capitalista ficticia y vemos que lo que sigue funcionando son estos trabajos esenciales. Así queda en evidencia que precarizamos, invisibilizamos y desvalorizamos trabajos que son los que nos mantienen, al fin y al cabo, vivos. Éstos incluyen no sólo el cuidado de otras personas, fundamentalmente niñxs y adultxs mayores, sino también de los espacios y de la logística necesaria para ello.

Al interior de los hogares, en contextos de crisis como la actual, las mujeres terminan funcionando como amortiguador del impacto, especialmente en aquellos en los que predomina el modelo heteropatriarcal donde son ellas las que deben asumir estos trabajos de cuidado y reproducción. Cabe destacar que muchas mujeres e identidades feminizadas de estratos medios tienen la opción de que alguien más realice estos trabajos cuando no son democratizados al interior del hogar; no así las mujeres de sectores populares, lo cual debe llevarnos a intensos debates sobre el tema: ¿qué son las redes de cuidado? ¿qué rol debe tener el Estado? ¿y la sociedad civil?.

Así como el planeta tiene sus límites físicos, el trabajo humano también es limitado. Algunos sectores del feminismo llamamos “crisis de los cuidados” a los cambios estructurales que se fueron dando en los últimas décadas, y se comienzan a gestar con la modernidad, en la organización de los tiempos y trabajos que aseguran la atención de las necesidades humanas y la reproducción social.

Estos cambios alteraron profundamente el modelo previo de reparto de las tareas domésticas de cuidados que configuran la base sobre la que se sostienen las estructuras económicas, el mercado laboral y mantenimiento de la vida humana. Nos referimos, por ejemplo, al paso de las mujeres al mundo del empleo y al ámbito de lo público, que no se vio acompañado por un reparto equitativo de los trabajos de cuidados con los varones. De hecho, el trabajo doméstico es considerado, desde algunos sectores, como una atadura del pasado de la que hay que huir lo más rápidamente que se pueda. Sin embargo, no es un trabajo que pueda dejar de hacerse, es fundamental y valioso.

Consideramos fundamental poner de relieve, revalorizar, politizar y democratizar todos estos trabajos esenciales. Hacemos propias las palabras de la socióloga Maristella Svampa, cuando plantea que “a la hora de repensar nuestro vínculo con la naturaleza desde una perspectiva relacional, sin duda la ética del cuidado y el ecofeminismo abren otras vías posibles. Sus aportes pueden contribuir a cuestionar la visión reduccionista basada en la idea de autonomía e individualismo (…) la ética del cuidado coloca en el centro la noción de interdependencia, que en clave de crisis civilizatoria es leída como ecodependencia. La revalorización y universalización de la ética del cuidado, vista como una facultad relacional que el patriarcado ha esencializado (en relación con la mujer) o desconectado (en relación con el hombre) abre a un proceso de liberación mayor, no solamente feminista sino de toda la humanidad”.

Si bien celebramos las iniciativas del actual gobierno, que apuntan a indagar sobre la distribución del tiempo entre el trabajo remunerado y no remunerado, y las desigualdades que existen en función del género, así como sobre la demanda de servicios de cuidado que existe en el país, queda mucho trabajo por delante y es necesario un compromiso de la sociedad toda. Debemos asumir el desafío de manera colectiva y en clave ecofeminista: trabajar sobre la desigual e injusta organización social del cuidado de la vida en todas sus formas.