Por estos días de palpable crisis civilizatoria, la pandemia del Covid-19, en poco tiempo y a nivel mundial puso en evidencia que el modelo productivo hegemónico rompió todas las barreras naturales, avanzando sobre los límites y ciclos planetarios de manera desquiciada y voraz. Si no tomamos conciencia ahora de estos límites, ¿entonces cuándo?. Es hoy el momento de cambiar esas lógicas, de profundizar en las relaciones de reciprocidad, respeto, desaceleración, es hora de fortalecer las economías locales y de proximidad, de escuchar, de mirarnos integrados a la naturaleza y no más por encima de ella.
Desde hace tiempo los movimientos socioambientales venimos advirtiendo que como humanidad nos encontramos en una crisis civilizatoria, la cual encierra una crisis ecológica —agotamiento de bienes comunes, cambio climático, pérdida de biodiversidad— y una crisis social, del sistema de cuidados, entendida como la desestabilización de un modelo de reparto de responsabilidades sobre los cuidados y la sostenibilidad de la vida, que históricamente recayó en las mujeres.
Quizás muchxs aún creen que las consecuencias de dicha crisis están lejos, tanto en términos de tiempo como de distancia física y social. Sin embargo, la llegada del Covid-19 hoy nos demuestra que esos efectos no están tan lejos, que son una realidad de la que nadie está exento. La civilización actual es ambiental y socialmente insostenible.
La pandemia es consecuencia de las múltiples crisis que atravesamos y, a la vez, las pone en evidencia y profundiza. La situación previa al coronavirus ya era de emergencia: crisis climática, escasez de recursos, crisis energética; todo esto a su vez se expresa en problemáticas sociales, económicas, políticas y migratorias a nivel mundial. Otras enfermedades, como el dengue, que llegó hace tiempo a nuestra región, ya daban cuenta de los efectos de esta crisis ecológica.
Sin embargo, esta pandemia visibilizó -en poco tiempo y en todo el mundo- que el modelo hegemónico rompió las barreras naturales: estamos avanzando sobre los límites y ciclos planetarios, acelerando los tiempos y multiplicando las tareas de las personas a un ritmo que destruye su calidad de vida y dificulta la reproducción de la vida.
Entonces, podemos decir que esta crisis era previsible. Construir sociedades que sientan sus bases en el lucro privado, que se forman y organizan desvinculadas a los procesos que sostienen la vida, tanto humana como no humana, tiene sus consecuencias.
Es claro que no todxs tenemos el mismo nivel de responsabilidad en revertir esta situación: el 87% de la riqueza mundial está en manos del 20% de la población más rica del planeta, y es este sector el principal responsable de la crisis, mientras que los sectores más empobrecidos sufren las consecuencias: hambre, pobreza energética, falta de acceso al agua, contaminación, enfermedades.
La justicia ambiental está íntimamente vinculada a la justicia social. Quizás sea este el momento de comprender que somos parte de un sistema socioecológico en tanto seres interdependientes y ecodependientes, por eso es urgente dar respuestas para la supervivencia como especie.
En nuestro país, esta crisis llega en un momento de fragilidad económica: los bajos precios de las commodities a nivel internacional y la crisis de la balanza de pagos presionan a la depreciación de la moneda local que acelera la inflación, en un marco de recesión económica. Nos encuentra en medio de negociaciones de pago de una deuda externa contraída después de cuatro años de un gobierno neoliberal. Este contexto profundizó la vulnerabilidad social y la fragilidad del derecho al trabajo, traducido en pobreza tanto a nivel habitacional como en el acceso a bienes y servicios básicos para la vida.
Somos ecodependientes e interdependientes
Frente a este modelo de (mal) desarrollo, desde Taller Ecologista y la perspectiva ecofeminista queremos hacer hincapié en que somos actores ecodependientes e interdependientes. No podemos continuar dándole la espalda a la naturaleza, ni a la finitud y vulnerabilidad de nuestros cuerpos: no podemos sobrepasar los límites naturales sin que eso no nos afecte y además necesitamos del cuidado de otres diversos para poder vivir.
Debemos revisar y reordenar nuestras prioridades para lograr poner la vida en el centro. En este sentido, creemos que la resiliencia comunitaria es clave para salir adelante y hoy esto se expresa en la frase, tan repetida, “nadie se salva solo”. Los esfuerzos colectivos hacen sentir la fuerza y urgencia de lo comunitario, sea con una olla popular o con el cuidado entre vecinxs.
Los modelos económicos globalizados en tensión civilizatoria, aquellos que perpetúan una economía en guerra con la vida, son los que se muestran frágiles en estos momentos de crisis. La industria y producción local, el redescubrimiento de los bienes comunes y el tiempo, los límites y la fuerza de los trabajos que son realmente destinados a las necesidades sociales. Lo que está sucediendo en esos casos son la prueba de que es posible otra forma de vida, de relacionarnos entre nosotrxs y vincularnos mejor con la naturaleza/ambiente.
Estamos en una coyuntura que evidencia la universalidad de la crisis civilizatoria y nos hace tomar conciencia de los límites, lo cual nos fuerza a optimizar los recursos y a modificar las pautas de consumo. También ésta puede ser una oportunidad para potenciar el diálogo entre esfuerzos y agendas de lucha colectivas que se vienen dando en diferentes territorios del mundo y fundamentalmente en América Latina.
Necesitamos también de un gran cambio sociocultural que comience por un principio de la suficiencia (vivir bien con pocos materiales y energía) y promueva así una cultura del reparto (la importancia de la redistribución de la riqueza, de la tierra, de la energía).
Celebramos las actuales experiencias desarrolladas en todo el país y en América Latina, organizadas en torno a las economías populares y solidarias, donde las necesidades del otrx son tan urgentes como las propias. Allí el principio de solidaridad y el cuidado del ambiente son incorporados a una economía de red donde priman la salud y el bienestar de las personas. Son testimonio de que otras economías son posibles.
Consideramos que en este momento el Estado debe apoyar e impulsar estas experiencias en un proceso de transición hacia otras formas de habitar y vincularnos con el ambiente y entre nosotrxs, comprendiendo que somos parte de un ecosistema.
Tenemos la expectativa de que esta crisis, este miedo y sensación de vulnerabilidad como individuos, nos dé conciencia y ponga de relieve esas redes de solidaridad y de organización, que aprendamos a ver a quienes tenemos al lado y abracemos, al fin, las relaciones de ecodependencia e interdependencia que nos sostienen.